miércoles, noviembre 25, 2009

Retrato del desconocido

Llegan las veintiuna horas y comúnmente lo miro sentarse en ese sofá junto al librero con el torso relajado hacia la derecha, recargando el peso de su cabeza en la mano que sostiene su barbilla. El dedo índice siempre toca la cien. Con la mano izquierda remoja unas cuantas palabras en la taza de café que acomoda en el descanso, las lleva de nuevo a sus labios levemente abiertos, donde las sostiene y las mastica despacio. No deviene nada con la mirada, su gesto altanero es tan incongruente que siempre me provoca quitárselas de la boca, entonces me levanto del sofá de enfrente y me acerco a su rostro. Raspo con mi lengua la comisura de sus labios, puedo percibir ese sabor intenso, abundante y corrosivo como el vinagre; pero tan cambiante, semisólido que me provoca probarlo de nuevo y retenerlo entre el paladar y lo ancho de mi lengua. Lo vuelvo a mirar y permanece apacible, tan relajado cómo si cada partícula de sabor fuera perfectamente identificable, estudiada y cotidiana en su boca. Si en ocasiones se inmuta lo hace con las cejas, su gesto se contrae hacia el interior de su cabeza, y una de ellas –la que lleva incrustado un destello metálico- se alza sobre la otra; entonces se acerca de nuevo la taza y escupe dentro de ella.« Cuando era niño solía controlar a los demás con la fuerza de su mente, era tremendamente persuasivo e incitaba a otros a cometer locuras. Cómo el Jaibo en esa película de Buñuel, sólo que sin el espíritu fatalista y ni el complejo de Edipo » -pienso en ello mientras lo miro colocar de nuevo la taza sobre el descanso del sofá- yo podría bien ser una de esas mentes manipuladas con su fuerza, por eso prefiero mirarlo del otro lado de la sala, bajo la sombra de las escaleras.

Veintitrés horas. Se levanta mecánicamente del sofá y suele caminar -con una rara mueca traviesa- sobre los libros que dibujan un camino hasta su recámara, yo lo sigo y me llevo conmigo su taza para beber de ella. A veces creo que inconcientemente cuenta los pasos antes de llegar a su cama, cómo quien trajera marcado en el pulso el ritmo adecuado para pisar siempre por el mismo lugar; nunca he trato de seguirle sobre sus huellas, me limito a caminar a un costado y contemplarlas hasta entrar a su cuarto. Esta noche me sentaré sobre el mueble que esta en la esquina junto a la ventana, en ese borde dónde la oscuridad no se ve tocada por el resplandor de la noche y dónde puedo mirar sin ser descubierta. Cuando se sienta en el borde de la cama y permanece en silencio antes de quitarse la camisa, imagino que se prepara para despojarse de todas las poses; cómo un mimo que se sienta frente al espejo y realiza el ritual de convertirse de nuevo en humano, el se quita con agilidad la ropa y caen un montón de objetos pesados sobre las sábanas; entonces, los arroja de su cama y se tumba en ella. Ese momento en que se encuentra apacible recostado boca arriba, es por el que cada noche me cuelo entre las sombras para mirar de nuevo, por el que sucumbo cada noche en la curiosidad natural que tengo de él y le miro cada pliegue de su piel, sus ojos como cánicas brillantes, le deseo. Me quedo dormida un rato para marcharme por la mañana.

Cuatro horas. Abro los ojos. Sigue despierto recostado boca arriba con los brazos cruzados detrás de su cabeza, permanece inmóvil aunque ocasionalmente mira de lado la ventana - junto a la que estoy oculta sobre el mueble que tiene la estatuilla del Buda- Apenas me percato que he derramado el café y se ha inundado la recámara estropeando la duela, las cosas tiradas flotan. Esto no es normal, no puedo mirar más y vuelvo a dormir sentada abrazando mis rodillas.

¿Qué hora es? Pienso mientras entre abro los ojos y un extraño cansancio parece sujetarme fuerte las extremidades. Trato de mirar y sólo veo una enorme pared blanca, hay hormigas de colores trazando curiosos caminos en ella. « Tengo que irme » es el impulso en mi mente que me hace sobresaltarme, pero el mundo rota y caigo en cuenta que la gravedad esta detrás de mí. Yo he abandonado ese espacio seguro de penumbra. Estoy recostada y siento el frio en el pecho -veo luz en mi pecho- el olor de objetos remojados en café, la sábana fría raspando mi espalda, una corriente tibia adentrandose en la oreja derecha. Giro la cabeza en esa dirección. Le veo mirarme.

3 comentarios:

Xabo Martínez dijo...

Estupendo!!, es para re-leerse. me gusto.

es que las hormigas se llevaban tu cuerpo hacia otra parte...

Un saludo

XND dijo...

¿Te acuerdas de Dalí (Salvador Dalí, no quiero confusiones con otras personas que lleven el mismo apellido - me ha pasado)?

Bueno, pues ésto, mi [coloque palabra que aún no existe para expresar la calidad del afecto hacia tu persona] Dzoara, es surrealismo puro.

Anónimo dijo...

A mi me gusta remojar las cochas bimbo en el café.